domingo, 17 de marzo de 2013

Sobriediendo I de II

Los primeros síntomas del alcohol iban apareciendo, esos que niegan su existencia a la vez que dan la cara sin vergüenza. Aquella fiesta llegaba al final del mismo modo que una ola a un rompeolas, despacio, dejandose notar, sabiendo que va a acabar, pero expectante del cómo y cuándo. La música retumbaba en los tímpanos de los presentes, convirtiendo a todo ser viviente en una especie de sub-woofer andante. Mi instinto me dice que alce la cabeza y otee. En la esquina dos pasados de alcohol agarrándose como si fueran a caer, más allá una llorando y dos consolando, y por el otro lado un fiestero dándolo todo en la pista de baile. Pero no estaba Lucy. Llevaba toda la semana pensando en encontrármela pero a pesar de las horas que llevaba allí aun no había dado señales de vida. Bajé la mirada y di un trago más. Calculé que a sorbo por decepción me quedaban aun tres raciones. Noté una gota haciéndome caricias por la espalda y decidí salir a la terraza a tomar el aire, el ambiente estaba demasiado cargado. Fuera no mejoró gran cosa, pues en plena noche de Agosto la luna parecía querer tomarle el relevo al sol. Allí estaba ella, sola entre oscuridad, dando más luz que cualquier farolillo, la luna brillaba con vanidad esa noche. Cerré los ojos para dar una bocanada de aire y en mitad del esfuerzo se me atragantó un perfume. Aun no la había visto y ya estaba temblando. Repetí el proceso, esta vez para tranquilizarme y parecer coherente, la conexión que nos unía desde aquella experiencia en las afueras de Francia se mantenía vigente aun, año y medio después. "Lucy" canturreé mientras me daba la vuelta, y allí estaba ella, sola entre luces, absorviendo mi atención, mis pensamientos. "Me parece fatal que no me hayas saludado hoy" replicó con un desdén cariñoso. Ese comentario me sacó la sonrisa del tonto. "Te lo compensaré esta noche, si me dejas...".

lunes, 4 de marzo de 2013

Puñales en el corazón


Sentado en el autobús, sentía mi mundo desmoronarse. Todo lo que antes había sido amor se desvaneció como lágrima en la lluvia. Sus ojos azules, su precioso pelo, sus mueca al sonreír, su delicada voz y sus añorados abrazos. No podía vivir sin ella, pero estaba cabreado y deseaba romper todo lo que nos había unido. Decidí dejar que se fuera con otro al que no amaba. Sabía que la quería de verdad, pero nunca había tenido el valor de demostrárselo. Contarle todo lo que de verdad sentía. Isabel fue más que una herida incurable. Me inundaba un vacío existencial tremendo. Pues sin amor, ¿Qué nos levanta cada mañana? ¿Qué nos hace evitar la caída en el pozo de la desolación? 

Salí del autobús. Trataba de no pensar en ello, porque lo único que lograría sería llorar. Anduve cabizbajo y con miedo a encontrarme a alguien que me hablase. Lo único que deseaba era tumbarme debajo del grifo de la ducha, sentir su incesante lluvia en mi cara y eso hice. Comencé a llorar, las lágrimas saladas se camuflaban en el aguacero. Pegué un puñetazo en la pared, y otro, y otro. Seguí golpeándola hasta sangrar. No entiendo por qué, pero después de reprimir mi rabia contra la pared, me sentía mejor. Al salir de la ducha me sequé las lágrimas y me juré cambiar. Nunca más volvería a enamorarme. Nunca jamás cometería el error de entregarme por completo a una chica. Rompí todo lo que me unía a ella: El plano del metro que le robé cuando se iba a otra fiesta (Sin mí), sus fotos, nuestras conversaciones. Destrocé todo creyendo que desaparecería el dolor, pero el daño ya estaba hecho. Me engañé y me dije a mi mismo que no volvería a hablar con ella. Pensé que el desamor sería curable con un placer vano, y lo hice. Al día siguiente, tendría una cita contigo.

Me levanté algo dolorido. Tenía heridas en la mano. Decidido me vestí. Llegué a la famosa y enorme plaza. Allí me encontré contigo. Estabas preciosa. El corazón no me cabía en el pecho. Te agarré por la cintura y te planté un beso. Creía que podría sobrellevar lo que hicimos aquel día, pero los besos calaron hasta lo más profundo de mis huesos dejando como herencia un sello inolvidable.

Semanas después, como era de esperar, acabaría añorando nuestros besos. El beso al saludarte, el del banco, los que nos dábamos mientras jugueteábamos con los mimos y mordiéndote los labios mientras retozábamos en la verde hierba. Nuestros cuerpos tocarse. La piel de gallina. Las intromisiones del viento que soplaba tu pelo para interrumpir el beso. La sonrisa que mostrabas cuando parábamos. 

Dios, no puedo seguir.

No me daba cuenta que de verdad era feliz contigo. Te irías de viaje y no te volvería a ver, pero no le daba importancia a esto hasta pasadas unas semana. Me arrepiento de haber pensado que lo hacía para olvidarme de Isabel. Era mentira. Ahora que ella ha pasado página, me siento impotente.

Ana e Isabel, ¿Dónde estáis ahora? Desaparecisteis y os llevasteis con vosotras toda mi felicidad y mi amor. 

Quería notar otra vez el calor de una que calmase todos estos desengaños. Ocurrió lo mismo. Pero la chica que besé nunca llegó a hacerme sentir lo que Ana e Isabel. Eran cariñosas, amables y sinceras. 

Ellas parecen haberlo olvidado. Yo me engaño y me digo que he pasado página. Pero todas las noches recuerdo aquello que me hizo sentir querido. Soñar que me sostenéis al caerme es lo que necesito para vivir. Pero caigo, y caigo, y cada vez se hace más profunda la caída. Por no decirles lo que sentía, ahora vivo vacío. Busco en otras chicas lo que podría haber sido con vosotras. Tengo una puñal en el corazón, me volvéis hablar, me emociono y recupero la esperanza, ese aliento de vida que me impide desfallecer y arrastrarme por las calles. Esperanzas que evocan el sentimiento de amor. Las quimeras preciada.  


Porque una casa sin ti es una emboscada,
el pasillo de un tren de madrugada,
un laberinto sin luz ni vino tinto,
un velo de alquitrán en la mirada.
(Joaquín Sabina)
PABLO ESTEBAN KEOGH