Doce setenta y cinco. El billete de diez viajes ha
vuelto a subir. A este paso me sale más rentable comprarme una moto. Y encima
el metro ya ha llegado. Odio correr con la guitarra en la mano, o con la
mochila en la espalda; es como una incoordinación de mal movimientos que nunca cesan
y provocas que todo el mundo te mire. Si, te sientes incómodo, pero el tren ya
estaba bufando y me separaban del andén unos veinte escalones. Opté por la
escalera tradicional, porque la mecánica estaba abarrotada, y troté hacía la
segunda puerta del primer vagón. Siempre prefería entrar por el mismo sitio.
Me acomodé entre una señora gorda -de esas que
va siempre en el metro, que está sentada con los brazo hacia delante, porque si
no no cabe en el espacio determinado para ella- y la típica universitaria que
viaja con sus cascos, escuchando alguna canción pop de hace veinte años, o
alguna balada de scorpions, y un libro entre las manos. En todo lo que duró el
trayecto no pasó de página. Puse la guitarra de pie, sujetándola por el asa, y
el tren empezó a moverse. Me incliné un poco y eche un vistazo hacia la
izquierda. Era infinito. Un cóctel de culturas. Había una chica autista que
gritaba porque quería salir de allí mientras su madre la sujetaba con cara de
vergüenza. Ella quería ser libre, no pasar ni un segundo en aquella caja de
cereales que se movía a toda velocidad por debajo de los zapatos nuevos de
Madrid. La entendía perfectamente.
En
la primera estación no vi bajarse a mucha gente, pero si subieron unos cuantos.
El metro puede ser el lugar más aburrido del mundo, o, si sabes verlo, el más
entretenido; si tienes imaginación suficiente eres capaz de inventarte la vida
de cada sombrero que entra en la cabeza de algún empresario que tiene el coche
en el taller y llega tarde al hogar; o en las medias rotas de esa chica que sale
ahora de casa, con la mirada risueña, dibujando en el cristal que tiene
enfrente el nombre de su amor con recelo. Mis preferidos son los que entran con
un acordeón y una voz acostumbrada al público. Esos son los héroes del metro.
Bueno,
pues llevaba ya unas cuatro paradas sentado en aquella butaca azul y gris. La
señora gorda ya se había ido y la universitaria echaba mas ojo a mis partituras
que a su libro. No le di mucha importancia. Es más, me sentía alagado. El tren
paró en Chamartín, coincidiendo con otro en la misma parada. Por un instante
pude ver el vagón que iba en dirección contraria a la mía. No había mucha
gente: una pareja de ancianos que irían a las afueras a ver a sus nietos; un
hombre desaliñado; una mujer con sus dos hijos; una chica morena… Menuda chica.
En esas fracciones de segundo en las que nuestros vagones coincidieron pude ver
sus ojos con heterocromía: uno azul y otro verde. Perfecta. Una mirada
penetrante, que traspasó los cristales y se me clavó en el corazón. Una piel
fina. Blanca, pero morena. Suave a la vista. Imagínate acariciarla. Dios, nunca
había visto tanta perfección. Me hubiera gustado decirle que qué hacía una chica
así en un metro como este; que a dónde iba. Que viniera conmigo. Se me había
parado el corazón, y cuando me quise dar cuenta estaba de pie, con la frente
pegada al cristal, mirándola. Admirándola. Enserio, perfecta. Cupido, no sabía
que tu radar llegase tan abajo. Tenía ganas de romper el cristal y saltar a su
vagón. Cogerle la mano y susurrarle al oído que dónde había estado. Que sin
saberlo la estaba buscando.
Toda
mi bohemia se esfumó con el pitido del maquinista y la velocidad entre vagones.
¿Por qué te habías ido Margot? ¿Por qué mis musas siempre voláis?
¿Qué
me había pasado?, ¿lo habría imaginado? Estaba en un sueño. Me dolía el pecho y
el cristal estaba empañado. Con el dedo temblando, tímido de tristeza, grabé en
un vaho efímero un: volveremos a encontrarnos.
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