martes, 20 de noviembre de 2012

Algo tendrían que contar las farolas.

   Algo tendrían que contar las farolas sobre aquella noche, sobre aquel paraguas rojo cruzando un suelo gris mojado. Algo tendrían que contar de los besos en cada portal, y las manos sin control, y los adioses que se convertían en otro beso. Algo tendrían que contar, pero no son mas que farolas.

   Las sábanas, hechas un revoltijo en alguna esquina del suelo, guardaban la mejor noche pasada en años.

   Todo empezó en un karaoke. Todos llevábamos dos copas de mas. Los micrófonos no eran suficientes, y la gente cantaba a grito pelado por el local. Tocaba "Pereza". Al empezar la canción dos manos agarraron el micro por encima de las mías, y unos labios se juntaron a mi mejilla antes de que Leiva comenzara con "Como lo tienes tú". La canción fue infinita, con su voz susurrándome al oído: "Un día quiero dejar el mundo entero por ti".

  Los pelos como escarpias, y la voz temblando; Su mano sobre mi mano, y el olor de su pelo; Su rodilla junto a mi rodilla, y su aliento en mi cuello. Todo giraba rápido a nuestro alrededor, pero nosotros estábamos a cámara lenta. Terminamos la canción y fui a servirme otra copa.

  La barra era un desastre: el brugal por el suelo, las colillas quemando un hule de flores, los vasos medio vacíos... Lancé un par de hielos a un baso de mojito y los rocié en ginebra. Las burbujas de la tónica se mezclaron con el alcohol mientras removía la copa. Dí un trago largo al gin-tonic y apoyé los codos sobre la barra. Unos brazos suaves me rodearon la cadera. Tenía las manos frías, pero la voz caliente. Con disimulo, me arrastró, cogiéndome de la camisa, hacia un cuarto alejado.

  El pasillo, entre el calentón y el alcohol, parecía infinito. Abrió la puerta de una patada y pasamos dentro. Sin encender las luces enseñamos a nuestras manos donde estaban las del otro, a donde tenían que ir; en que centímetro del cuello tenían que tocar para producir ese suspiro tan placentero. Los labios se juntaron como si se conocieran de toda la vida, y empezó el juego: Cambiábamos un susurro por un beso, una caricia por un mundo. Todo en su posición, y nada en su sitio.

   Cuando salimos de la habitación no se escuchaba ya el karaoke. Los sofás estaban invadidos de vasos y parejas. Algún bohemio recitaba sus memorias pegado a una botella. Un par de cigarros quedaron encendidos en el cuenco de cristal cuando cogimos los abrigos y nos fuimos a terminar el juego a su apartamento.

 

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