jueves, 15 de noviembre de 2012

A(mi)g(o) Cid

Estábamos en el campo de batalla y su semblante era siempre serio. Ni las arrugas de su cara, ni las cicatrices de su rostro… nada de su gesto presentaba rasgos de miedo. La nariz ruda, y ya sucia por el polvo, respiraba la tensión del ambiente. Con sus ojos virutitos iba oteando el horizonte. Y, en el momento justo, se bajó del caballo y echó a correr. A correr hacia los moros. Tenía el cuello ancho y las espadas fuertes. Una vena corría, paralela a la nuez, por la garganta. Todo su torso, empolvecido y algo sudado, trotaba, soportado por sus caderas y sus fuertes piernas, hacia la libertad de su honor. Unos brazos musculosos soportaban un acero de inmensas proporciones. Blandía con fiero movimiento la espada ante el peligro. Mil chispas salían al choque de hierros, y otros miles gritos caían ante su imponedora pose.
También le recuerdo sentado en su sillón, con las manos encharcadas de lágrimas que segundos antes habían bajado por sus mejillas. Estaba siendo anunciado de la violación de sus hijas por partes de un par de condes. La humillación y el odio me hacían ver el efecto que podían causar en un hombre con el tamaño de un oso y el valor de un león. Por así decirlo, dejaron hecho cenizas al tronco más grueso del bosque de Castilla.
Otra de sus facetas era la de satisfacción. Al ganar una batalla, al llegar a alguna meta o al volver a abrazar a su esposa. Su signo de victoria era levantar los brazos formando en el aire una “v” de músculos y satisfacción; Cerraba los ojos y fruncía el ceño; Abría la boca y le gritaba al tiempo que nunca la derrotaría. Hasta que llegó su día.
Todo lo que no se habían llevado las guerras, las espadas y los moros, se lo llevó una fiebre en tierra de naranjos. Las últimas palabras que escuché de su boca fueron estas: Mi nombre es Rodrigo Díaz de Vivar, pero haz que se me recuerde como “El Cid”. Dijo mientras me apretaba la mano casi ya en su lecho de muerte. Cinco días después, el 10 de Julio, su boca dejó de hablar y sus ojos de mirar. Él había muerto, y yo me encontraba ya muy lejos de Valencia.
Alejandro Pérez.

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