Avancé a lo largo de la
estrecha calle bajo la luz tenue de las farolas. En las calles se profería un
sentimiento de soledad y marginalidad. Un grupo de amigos borrachos cantaban el
himno de USA junto a una mujer. Parecían venir de alguna compañía de marines
recién llegada. Aquella noche la habrían aprovechado al máximo, para afrontar
lo que les deparaba la guerra en aquel país alejado de la mano de Dios.
La contaminación lumínica
impedía observar a las estrellas brillar en aquel celeste y oscuro “Manto de
Morfeo”. Al final de aquel callejón pude ver un bar. Estaba iluminado
completamente. El barman vestido de
marine naval, atendía a las almas que buscaban una camisa de fuerza con la que ahogar sus sentimientos, el
inconfundible elixir amarillo: whisky.
Entré en el tugurio de
aspecto formal. Se llamaba Phillies. Me senté en un taburete pegado al final de
la barra, para que nadie me hablase. Al otro extremo de ella pude observar a
una mujer pelirroja vestida de rojo. Manejaba un vaso de whisky con sus manos
de finos dedos, y con la otra rechazaba a un hombre tras otro, a la par que
intercalaba caladas a un pitillo largo. Tenía aspecto de femme fatale misteriosa. No podía apartar los ojos de aquellos
labios rojos, y de su inconfundible gestualidad relajada. Ella me ofrecía miradas también. A mí, y a mi libreta situada al
lado del vaso. Parecía adivinar mi profesión. Escritor y poeta. Frustrado sentimentalmente.
Un lobo solitario vagando en este valle de lágrimas.
Pero aquella preciosa mujer
se acercó a mi lentamente. Pude apreciar el contoneo de su celestial cuerpo
hasta llegar a mi presencia.
- ¿No me va a invitar a una
copa? –me preguntaba con una voz suave y melosa-.
- Si piensas que voy a
comportarme como los idiotas que han intentado ligarte…-respondí tajantemente-.
- Sé que no. Si no, me
hubieses ido a ver a mí.
- ¡Camarero, otra copa!
- Sí míster –decía el
camarero atentamente-.
- Me llamo Evelyn.
- Stanley, encantado.
- ¿Con que escritor eh? – me
hablaba mientras señalaba con el índice mi libreta-.
- Lo intento.
- ¿No eres muy hablador, no?
¿Tienes un cigarro?
- Puede, pero sé de buena
tinta que no vamos a hablar mucho más. Diremos cuatro tonterías, me invitarás a
tu casa y haremos el amor. Protocolo, simplemente.
Me soltó una bofetada.
- Se te había olvidado eso.
- No. Había preferido
omitirlo para que fuese una sorpresa más agradable. Toma tu cigarro.
- Hiciste bien.
La mujer me dio un largo
beso. Le respondí con la misma pasión. Fuimos a mi casa. Hicimos el amor
apasionadamente.
En la profundidad de la noche
pude apreciar su cuerpo divino iluminado por la luz argenta de la luna.
Saqué la libreta, y comencé a
escribir.
Me desperté a la mañana
siguiente abrazando su esencia en mi colchón. De pronto, vi que mi cartera
había desaparecido misteriosamente. Aquella preciosidad me robó la cartera, y
con ella mi corazón.
Todavía esbozo una sonrisa
cuando la recuerdo.
Su vestido rojo,
Sus labios carmesí.
Su precioso rostro.
El cuerpo de diosa,
La diosa de los labios rojos.
Pablo E Keogh
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