miércoles, 11 de julio de 2012

Borrones de la Infancia



          Mi infancia es una estampa veraniega de una plazuela transitada por el pópulo dispuesto a realizar sus actividades dominicales. La Iglesia románica, de piedra arenisca marrón, y de gran tamaño. 
          Mi abuela Mª Rita; su suave y corto pelo canoso, sus ojos brillantes y temblorosos de color marrón miel, su rosario de madera, traspasado de una generación a otra, anudado a los dedos finos de su vetusta mano. Siempre encontré reconfortante la dulce voz afónica de mi nana. 
          El nombre que me fue puesto, fue idea de mi tata. Todas las noches le pedía que me contara la historia del mismo:

- Abuela, Cuéntemela otra vez, por favor.
- Vale hijo. Simón de Cirene era el hombre más fuerte de Jerusalén. El día en que Jesucristo se disponía a morir por todos nosotros, y por nuestra salvación, le pidieron ayuda para cargar con la cruz de Jesús. Cuando Jesús caía y los soldados romanos se disponían a golpearle más todavía, incluso después de haberle flagelado, Simón le ayudaba y gritaba: ¡Basta! Pero hubo un  momento en que las fuerzas de Simón cedieron. Entonces supo que era Jesús, El Mesías, el único que podía cargar con los pecados de todos los hombres. Simón estaba de rodillas rezando por Cristo. Entonces, vio los puros e inmaculados ojos de aquel hombre, que era el Hijo del Ser infinito.

Al terminar la historia cerraba los ojos y soñaba... Disfruto el sueño.

Cuando nos reuníamos todos a la hora del desayuno contaba a mis abuelos la fantasía que había vivido por la noche. 
- Dinos hijo, ¿Con qué has soñado hoy?
- "Abu", soñé con un capitán de barco y sus marineros a bordo. El capitán era un señor alto y robusto, pero con un gran corazón y valentía. El marinero contaba a los tripulantes los secretos de la mar cuando de pronto, el mar embraveció. Una y otra ola chocaban contra el barco. Una vez la mar amainada se vio como el barco había arremetido en una isla. En la isla se encontraban ruinas clásicas, como de griegos y latinos. El capitán decía:
- ¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura, huyó lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura.

- ¿Simón has leído alguna vez a Quevedo? -preguntaba mi nona con una sonrisa en la cara, como era habitual-.
- No, pero madre me cuenta historias con rima antes de dormir.
- ¡Ah!, entiendo -La abuela estaba sorprendida por mi respuesta dado que le parecía insólito que un niño de diez años recordase un verso de Francisco de Quevedo, y más todavía que soñase con el poema-.

El mejor momento del día era la vuelta a mi casa exhausto. El cansancio me lo provocaban los juegos y partidos de fútbol jugados con mis amigos. En el degüello del sol acaecía la noche y nuestra pronta retirada hacia las respectivas casas. 

- ¡Quién marque el último gol, gana! -gritaba mi amigo José con entusiasmo-.
- ¡Vale! -chillábamos nosotros-.
Todos estábamos ansiosos con marcar el gol que definiese el campeón de aquel día. De pronto, uno del otro equipo encuentra un espacio y chuta. Pero entonces, me impongo yo y consigo que no entre la bola. Se la paso a Juan. ¡Juan dispara y... gol! 

Volvemos los de un equipo orgullosos a la presencia de la familia. Los del otro equipo también vuelven al cálido hogar, pero cabizbajos todos ellos. 

Una vez en mi morada me esperan la ducha, la cena y el sueño. Por este orden.

- Simón, dice tu abuela que vayas duchándote y lavando ese sudor del partido -dice mi abuelo con cariño-.
- Vale Abuelo.
Me ducho, lavo, enjabono, y me pongo el pijama. A la cena llego con la cabeza mojada.
- Sécate ese pelo, hijo -me imperan mis abuelos al unísono-.
Una vez preparado para la colación, me siento en mi silla, y espero con agrado a que el magnífico olor que proviene de la cocina llegue a mí, y se convierta en un sabroso sabor.
Pichones en salsa y ensalada. 

-Bendícenos Señor estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar. El Rey de la Eterna Gloria nos haga partícipes de su mesa celestial. Amén - Sentenciamos con ferviente devoción-.


Los momentos son...Sabores infantiles que rememoran la infancia y los años vividos; la felicidad reinante, el calor del hogar; sensaciones como la tristeza o la alegría que se han inscrito en el corazón con el paso del tiempo. No hay bien más preciado en el ser humano que la nostalgia de lo pasado. La nostalgia nos trae estampas, imágenes, sonidos y sabores que el ser humano aprecia por su arraigue en nuestro corazón.

Los rayos del astro amarillo iluminaban la estancia. Me despierto. A mi lado se encuentran mi mujer, Laura, y mis dos hijas: Marta y Rita. Las quiero mucho a las dos. Marta es una preciosa niña con los ojos azules, y un pelo rubio infantil. Tiene una cara que parece hecha de porcelana y siempre está sonriente. Y Rita es la niña de mis sueños, de la que yo me enamoraría, tiene unos ojos verdes, una nariz respingona y el pelo castaño. Esta última es la más pequeña. Son las niñas de mis ojos. Si ellas se fuesen, no podría vivir.

Pablo Esteban Keogh


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