viernes, 27 de julio de 2012

Marcadores de vidas

Si dijera que era una tarde como otra cualquiera, mentiría. A las cuatro me dirijía en metro a la estación, desde la cual caminaria al punto de encuentro. Ese recorrido me llevó media hora de reloj, y llegué justo a tiempo, pero ella, como lo bueno, se hizo esperar. Llegó quince minutos tarde alegando un atasco inoportuno al cual no le di importancia. Todas las contrariedades dejaban de tener lógica y peso por el hecho de estar con ella.
   Tras los dos besos de protocolo, decidimos dar un paseo por la playa que tenía el único fin de hablar sin molestias. Preguntas de rutina necesarias; qué tal la familia, los amigos, y demás chorradas, para pasar más adelante a temas de conversación con más jugo. Dos horas y media más llevaron al enmudecimiento por falta de temas de diálogo. Así que decidí dar el paso por el cual había venido hasta aqui y que había premeditado anteriormente. Conversación torpe y vergonzosa, con tartamudeos y sin risas, para dejar como resultado un incomodo instante de silencio. Su respuesta, afirmativa. Mi conciencia, eufórica. Ambos, felices.
   Tras eso solo quedaba saborear la mutua victoria sentados en la arena. Esperando el tiempo de volar a nuestros respectivos nidos. Pero mi musa no me advirtió del resto. Con el anochecer y dormitar del sol en la playa, y con más ganas que vergüenza me besó. Un único beso por el cual me enfrentaria a trescientos espartanos y viajaria al infierno desarmado, un beso que podía iniciar una guerra o acabarla. Cuando los últimos rayos de sol se despidieron nos levantamos, y de la mano deshicimos el camino anteriormente recorrido, para llegar a nuestras respectivas casas y contarle a nuestros diarios una página que nunca debería ser arrancada.


Luisja Naya

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