viernes, 27 de julio de 2012

Combatir la Tragedia (Capítulo 3-Cumplir un deseo)

Me levanté de la cama. En el cielo se cernían las nubes en un completo panorama encapotado, en medio del mismo, dos manchas azules celestes trataban de abrirse paso para dar lugar a la luz. En el fondo de mí sabía que aquello no era buena señal. Unos días antes del terremoto, el poblado se vio sumido en una lluvia incesante, como si el universo hubiese vaticinado una desgracia.
Mi casa tenía unas paredes de color gris debido al cemento en piedra.  Siempre había deseado pintar todas las paredes para que dejasen de lucirse tan tristemente. Mi color favorito era el amarillo, como el sol. No desayuné porque estaba nervioso, iba a empezar a trabajar con los voluntarios.

Mientras andaba por los caminos podía observar a la gente atareada. Unas mujeres tendían la ropa en sus largas cuerdas, otras lavaban. Unos hombres se reunían, parecían estar discutiendo sobre los extranjeros que llegaron. Supuse que hablaban sobre los nepalíes. Hacía tiempo que no veía ninguno.

Empezó a llover. Los caminos de tierra cada vez tenían más charcos. Mis zapatos rotos pisaban el barro. Me encanta el chasquido que produce la suela contra la tierra mojada.

Al llegar a Puerto Príncipe, oí gritos

-¡Tú, Tú! -gritaba una mujer enérgicamente mientras me señalaba-.

Era la muchacha que me había dado el trabajo.
- Por cierto, ¿Cómo te llamabas?
- Jaume, ¿Y tú?
- Cristina.
- ¿De dónde es?
- De España. -La muchacha era blanca, pero con cierto aire mediterráneo, una belleza-. Bueno vamos a      empezar a trabajar. ¿Ves a aquella mujer tumbada junto al barreño? Pues llévala a la enfermería, justo donde está ese médico blanco, el de la barba.
- Vale. 

Aquel hombre tenía un rostro bastante característico. Como si de un vividor se tratase. Parecía ser bastante experimentado. Era de ojos puros y limpios.

Cogí a la mujer en brazos y la llevé hasta la enfermería. La dejé en una camilla. El médico vino, ahora que se acercaba más, me dio una sensación de confianza.
- Me envía Cristina -dije-.
- ¿La estás ayudando? 
- Sí.
- ¿Cómo te llamas?
- Jaume.
- Yo soy Joseph. Encantado -dijo dándome la mano-.
Cuando acabé de ayudarle, me dirigí hasta Cristina, cuando de pronto, unos coches llegaron. La gente comenzaba a agitarse. Pude ver a un grupo de lugareños corriendo a acabar con el coche que llevaba a aquellos soldados vestidos de azul y negro. Comenzó la revuelta.
Comenzaron a sonar disparos al aire y los soldados tiraron gases lacrimógenos. Cuando el grupo de haitianos volcaron el coche comenzaron los disparos. Los llantos eran patentes en aquel panorama desolador. Las mujeres intentaban curar a sus hijos que se ahogaban en aquel mar de gas lacrimógeno. Un disparo alcanzó la pierna de una mujer. El grupo revolucionario saltó con palos a por ellos. Yo estaba ensimismado en medio de aquel motín cuando de pronto, una niña me cogió de la mano y me llevó detrás de una pared para escondernos de aquello. Estábamos ella y yo sentados. Nos miramos. Pude observar aquellos ojos grises que me habían salvado la vida. Tenía un precioso rostro. Una chica haitiana de increíble belleza. Nos miramos fijamente. Acerqué mis labios a su cuello, la fui besando tímidamente. Ella hizo lo mismo. Me besó en un ojo, en la mejilla, en la comisura del labio. Por último un beso que quedó reducido a un único deseo. La lluvia, los charcos, los gritos, disparos. Siempre hay lugar para el amor. Acariciaba su lacio pelo. 
En aquel tres de marzo del 2010, lejos de Puerto Príncipe; En Austin, Texas, un hombre está comiendo lo que probablemente será su última comida antes de ir a la silla eléctrica. En Ontario, Canadá, un niño y un anciano pescan en un río la mayor pieza de su vida. En Londres, Inglaterra, una mujer mira fijamente al hombre del que está enamorado, una mirada, como un eco repitiendo sin palabras. En Barcelona, España, dos tumbas, marido y mujer, otra vez juntos. En París, Francia, una niña acaba de nacer fruto del amor entre dos personas, Albert y Camille. Una hija preciosa. 
En una playa en el caribe cuatro pisadas que parecen seguir de la mano, son borradas por el mar azul.

"Y en la ingravidez del fondo donde se cumplen los sueños se juntan dos voluntades para cumplir un deseo"

Pablo Esteban Keogh

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